4 de marzo del 2002
-… ¿Crees que puede oírme?
-Claro que sí, háblale, os hará bien a las dos.
No es vergüenza, no me siento ridícula hablando con alguien que se encuentra en una cama de hospital, conectada a máquinas de aspecto frío, que emiten sonidos desagradables y que, de un momento a otro pueden avisarnos de que la situación ha empeorado.
En otras circunstancias posiblemente, yo misma, sí que vería ridícula esta escena. En otras circunstancias…
Me dirijo a su enfermera, que prudentemente me consuela, explicándome lo que yo necesito escuchar.
-Nosotros… El personal de la U.C.I. creemos que esté donde esté nos escuchan, necesitamos creerlo así porque de otra forma sería tan frío, distante, difícil para nosotros. No perdemos la esperanza, evitamos ciertos comentarios sobre su estado como haríamos delante de cualquier otro paciente que se encontrara consciente.
La enfermera se dirige a mí en un tono de voz suave, pausado, que va relajando poco a poco mi tensión inicial.
Dirijo una vez más la mirada hacia Ana; mi amiga, mi mejor amiga, casi mi hermana ¿cómo has llegado hasta aquí Ana? -me pregunto en silencio- ¿quién te empujó a esto?...
Y entonces una voz profunda martillea en lo más recóndito de mi cerebro, es esa voz que nos negamos escuchar en ocasiones ya que nos dice aquello que no queremos oír, porque duele; porque es la verdad desnuda.
“Todos me habéis llevado a esto… Todos. Incluso tú”.
Ana es inteligente, locuaz, posee un sutil sentido del humor y es frágil, tremendamente frágil. Bajo esa apariencia de mujer con carácter, decidida, con las ideas muy claras y el organigrama de su vida muy bien diseñado.
Es alta, atractiva, con su hermosa melena morena y sus grandes ojos rasgados, negros, muy negros, profundos… Excesivamente delgada, con un caminar elegante, sigiloso, femenino … Tuvo muy claro su futuro desde que apenas era una niña
-“Quiero formar un hogar muy feliz y con muchos hijos”.
Pobre…
Si ella hubiera sabido lo que le esperaba, ¡Si todos lo hubiésemos sabido…!
Ahora recuerdo que en una ocasión, hace ya tanto tiempo, éramos unas adolescentes, se sinceró conmigo y me confesó que uno de los primeros recuerdos que tenía de su infancia, era el de saber que su madre pasaba los días encerrada en su habitación, en su cama…
Y el deseo que Ana sentía de estar con ella, junto a su madre, aunque fuera dentro de una cama las dos, pero cuando ella, siendo apenas una niña, trató de entrar para estar a su lado, lo único que escuchó de su progenitora fue:
-“Fuera de aquí, no quiero verte”.
Ella sabía que su madre estaba enferma, la palabra “depresión” formaba parte de su vocabulario desde que era una niña.
En ocasiones me decía:
-“Yo no quiero ser como ella, tengo que ser fuerte, no quiero acabar como mi madre, con una bolsa de medicación siempre unida a ella, y sin que se pueda contar con ella, para nada”.
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Cuando Ana terminó sus estudios de Bachillerato, no quiso continuar estudiando ¿Para qué comenzar una carrera universitaria? Eso no haría sino retrasar sus planes de futuro, al fin y al cabo, por aquella época ella ya había conocido a su “príncipe azul”, Miguel Ballesteros y como éste parecía que tenía vista y suerte en los negocios, resultó ser bastante solvente económicamente.
Ana no planificó su futro profesional, tal vez ése fuera uno de sus errores de juventud que más caro pagaría, el hecho de no poder ser independiente económicamente, fue una losa que impidió que pudiera vivir otro tipo de vida.
Fue feliz organizando su nuevo hogar, supervisando los preparativos de su boda y haciendo realidad su sueño de formar una familia. Tal vez esos fueran los mejores años de su vida.
Realmente el día de su boda, fue el día que más vi brillar a Ana. Estaba radiante, a pesar de que, una vez más, tampoco en los preparativos previos, ni el día del evento pudo contar con la ayuda de su madre, ésta tuvo una fuerte recaída en su depresión al saber que su hija se casaba, y no salió de ése profundo pozo hasta bien pasado el día del enlace, al que acudió sostenida por una hermana y por su hija menor, la hermana de Ana.
Miguel me gustó, gustaba a todas las personas que le conocían, era líder por naturaleza, tenía tal carisma que supo hacerse a sí mismo, y a juzgar por los resultados, no le había ido nada mal.
Si, Miguel me gustó, hasta que tuve la oportunidad de conocerle mejor, de descubrir cuál era su juego, como era su comportamiento con Ana, era ¿Cómo explicarlo? Ana formaba parte de su obra, de sus triunfos, era como un trofeo más, un personaje principal en la perfecta vida que Miguel había creado.
Parecían la pareja perfecta, pero solo era fachada, un espejismo.
Ana es fuerte, pero hasta los pilares más sólidos pueden derrumbarse si sus cimientos se ven sacudidos, y los cimientos de Ana, jamás fueron resistentes. Nunca estuvieron debidamente estructurados.
Para casi toda mujer, su madre suele ser el espejo en que mirarse, para bien o para mal, procuramos eliminar lo que no nos gusta, y nos enorgullece comprobar que hemos “heredado” eso que nos resulta atractivo, práctico y positivo de nuestras progenitoras.
A Ana se le rompió ese espejo antes de poder decidir si le gustaba el reflejo que le devolvía, ella no tuvo ese referente femenino del que poder extraer lo positivo, sólo sabía lo que no quería ser, por lo que no quería pasar o lo que no deseaba heredar de su madre, sin saber que cuanto más lejos se pensaba de ella, tanto más paralelos eran sus respectivos futuros.
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