- Ana, voy colocarte un poco en la cama, me da la sensación de que no estás cómoda…. A ver… Así… ¿Estás mejor?... Espero que sí…
Te hablo con la esperanza de que, estés donde estés, puedas escucharme…
¡Dios mío! Tienes toda la espalda amoratada… Ojalá no duela, ojalá no sufras, donde quiera que estés, desearía que nos observaras con ojos de paz, que no sintieras desasosiego, ni dolor físico cuando te cambiamos de posición.
Me he encontrado con los padres de Miguel esta tarde, parecían agotados, envejecidos, nos hemos saludado de mantea cortés… ¿Te llegaron a querer alguna vez? ¿Acaso simplemente a aceptarte?.
Me puedo imaginar lo fenomenal que estarán interpretando su papel de amantísimos suegros que te aceptaron como una hija y que sufren doblemente por la tristeza de perderte y el desconsuelo de su hijo.
¡Cuánta hipocresía! Nunca fuiste lo suficientemente buena para ellos. Su hijo, su brillante hijo necesitaba alguien como él, con cierto nivel cultural, y tú no tenías estudios universitarios, no estabas a su altura… lo único que valoraban en ti era tu grado de sumisión, tu capacidad de aceptar todo lo que proponían, en muchas ocasiones sin contar con tu opinión. Con la de tu marido era más que suficiente, al fin y al cabo tu debías estar agradecida, al haberte acogido como a una hija, y con tu silencio, no hacías otra cosa que otorgar en todo lo que te propusieran porque era tu obligación. No había más salidas.
Y luego vino lo de los hijos… Jamás creyeron el cuento de que estuvieras sana, para ellos habías heredado cualquier gen defectuoso de tu madre, incluso cuando empezaste a descender por el túnel de la desesperación; y las depresiones vinieron a instalarse en tu vida, no faltaron por parte de ellos, las referencias a tu madre. Y por si Miguel no era consciente de tu situación ellos estaban allí para augurarle un futuro lleno de sinsabores, llevando él todo el peso de un hogar sin hijos, y con una compañera en la que no podría poyarse en los malos momentos, si estos venían, todo esto claro está, desde el punto de vista de unos amantísimos padres, que únicamente deseaban lo mejor para su querido hijo.
Fueron años, día tras día, en tu ánimo fue mermando.
Fui testigo de tus primeras depresiones.
En aquel tiempo todavía estaba allí para escucharte. Para tratar de hacerte ver tu valía. Pero quizá ya era tarde. Tu concepto de ti misma era tan negativo, tu autoestima estaba tan deteriorada… ¿Acaso traté de ponerme en tu lugar?
Tú, con una familia a la que no podías recurrir, tu madre con su depresión vitalicia no podía escucharte, ni aceptar más desgracias que no fueran la suya propia.
Tu padre cuando vio que sus hijas se marchaban del hogar y ya no tenía que interpretar el papel de padre y esposo, se sintió liberado y empezó a vivir su vida de verdad.
Tú fingías ser feliz ante él porque le hubieses destrozado el corazón de haberle hecho saber cuan infeliz eras.
Tu hermana tan lejos de ti en espacio y sentimientos, nunca se ofreció, no te abrió sus brazos ni su corazón, ni permitió que tú lo hicieras.
Y yo… Yo intenté ayudarte Ana, sólo Dios sabe que lo intenté, aunque tal vez mi ayuda no era lo que necesitabas… Te había planteado tantas veces que te separases de ese hombre que no te amaba como merecías ser amada… Yo lo veía muy fácil, quería que buscases un trabajo, que fueras independiente económicamente, porque ése era el principio del camino hacia tu liberación.
Para mí resultaban sencillos los pasos a seguir, te aconsejaba a cerca de la parte práctica; un trabajo nuevo, una casa para ti sola y empezar de cero… Pero olvidé la parte emocional. Olvidé que todavía estabas enamorada, olvidé que te habías acostumbrado al tipo de amor que te daba tu marido.
Te sentías perdida, y yo no supe darte la mano lo suficientemente fuerte para que te sintieras segura.
Y aquel día… Aquel fatídico día en que Miguel y yo discutimos, te hizo ver que yo no era una buena amiga, que envidiaba tu estatus social, tu poder adquisitivo, vuestro feliz matrimonio, y que era una mala influencia… Le llegaste a creer…
Aquel fatídico día en que tu marido me pidió amablemente que saliera de vuestra casa y que no volviera a pisar por allí, te miré pidiendo tu consentimiento para ver si estabas de acuerdo. Busqué en tu mirada un gesto de negación, algo que me hiciera comprender que estabas conmigo, que éramos amigas desde la infancia, casi hermanas…
Tu gesto altivo con el mentón ligeramente elevado, tu mirada desafiante me hicieron comprender que había perdido… Que nunca saldrías de la prisión en que te encontrabas, incluso pasó por mi pensamiento, fugazmente, la idea de que yo no debía entrometerme, que estaba equivocada, incluso que tal vez… sólo tal vez por una vez en mi vida tuviera que aceptar que Miguel estaba en lo cierto.
Sin dejar de mirarte cogí mi bolso, bajé entonces la mirada al suelo y salí de tu casa y de tu vida para siempre. Nunca más volvimos a hablar.
Así pasaron ocho largos años…
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